Foto de Marco Antonio Pacheco. El mono de Obsidiana, en arqueomex.com
Pocas regiones mesoamericanas tienen la profundidad histórica que posee el territorio que ahora ocupa el estado de México: en él se encuentran vestigios que conservadoramente abarcan alrededor de 22 000 años. En buena parte debido a su variadas condiciones geográficas –que van de altas y nevadas cumbres a cálidos valles provistos de fértiles tierras y abundantes caudales de agua–, estas tierras resultaron propicias para el desarrollo de diversas culturas, que incluyen tanto grupos nómadas de cazadores-recolectores formados por unos cuantos miembros como ciudades de proporciones monumentales con poblaciones que alcanzaban las decenas de miles. Esos campamentos de cazadores-recolectores de gran antigüedad y las ciudades mayores son relativamente escasos si se les compara con el conjunto de sitios de otra índole –caseríos, aldeas, ciudades medias– que yacen ocultos por prácticamente cada rincón del estado, que alberga uno de los patrimonios arqueológicos más nutridos, complejos y variados de México, al que hay que sumar un buen número de códices coloniales y extensas crónicas que arrojan datos sobre la historia de los pueblos de la región.
Este enorme cúmulo de información ha recibido la atención de numerosos investigadores –arqueólogos, antropólogos, historiadores–, entre ellos Carlos de Sigüenza y Gongorá, quien realizó hacia 1675 en Teotihuacan la primera excavación arqueológica no sólo de México sino del continente americano. A partir de entonces y hasta la actualidad se han realizado tal cantidad de investigaciones que su mera enumeración no es posible en este espacio. Tan sólo en el mencionado Teotihuacan, en apego a su importancia, se han realizado más proyectos que en otras regiones de Mesoamérica en su conjunto. Resultado de esas investigaciones, en que se combinan una visión amplia y detallada del desarrollo histórico de la región, es un nutrido grupo de piezas arqueológicas que ahora se exhiben en distintos museos, entre ellas varias consideradas piezas maestras del arte prehispánico, como el mono de obsidiana procedente de Texcoco, el “Tláloc” de Coatlinchan, el Xochipilli de Tlalmanalco, el huéhuetl de Malinalco y la pintura mural teotihuacana, por citar algunos. Producto asimismo de esas investigaciones son las distintas zonas arqueológicas que ahora pueden visitarse, que incluyen lo mismo la enorme ciudad de Teotihuacan que unidades habitacionales como Ocoyoacac, dispares en dimensiones pero igualmente importantes para comprender la historia de la zona.
La evidencia más temprana de la presencia del hombre en territorio mexiquense procede de lugares como Tlapacoya, Chimalhuacán y Tepexpan, en los que se han localizado restos humanos y herramientas que alcanzan una antigüedad cercana a los 22 000 años. Estos primeros grupos eran nómadas y dependían para su subsistencia de la caza y la recolección, y, como los de otras regiones, paulatinamente fueron transitando hacia un modo de vida que cada vez estaba más relacionado con ciertas plantas, que a fuerza de ser manipuladas repetidamente por el hombre terminaron dependiendo de sus cuidados, al tiempo que ofrecían una mejor productividad. A la larga esta mutua dependencia condujo al surgimiento de sociedades sedentarias que tenían en el cultivo de plantas como el maíz, el frijol y la calabaza su base de subsistencia.
Referencia. Texto introductorio. Revista Arqueología Mexicana.
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