El artículo que reproduzco abajo pertenece a Graciela Speranza y fue publicado en La Nación on line. Está relacionado con el post La ciudad como espacio de combate.
Ambos tienen una visión apocalíptica de las ciudades. Y no necesariamente del futuro.
La introducción de Speranza, mencionando la película rusa Stalker de 1979, atrajo mi atención y la ví este último fin de semana. Es una hermosa película, larga y densa, eso sí, con imágenes que manifiestan la estética de las ruinas y un final con moraleja que me dejó meditando. Lo que más me llamó la atención, veo la Zona como un presagio de la catástrofe de Chernobyl de 1986. Recordemos la creación de la zona de exclusión y las ruinas que allí han quedado. Para más información de su estado actual , les recomiendo lean un post anterior Dark tourism in Ukraine: the decay of Pripyat.
Para ilustrar el post, he bajado escenas de la película Stalker de Google images, pido disculpas por no tener los autores, pero no he visto referencias de derechos.
En una secuencia memorable de Stalker , uno de los grandes momentos de la historia del cine, tres viajeros clandestinos avanzan en un motorriel hacia la Zona, un paraje fantástico que promete cumplir los sueños de los desconsolados. Tarkovski se demora en el recorrido, deja que el tiempo pase al ritmo acompasado del traqueteo y atiende a la expectativa de los tres hombres de espaldas que miran a un lado y al otro, a la espera de que el paisaje devastado que van dejando atrás se abra a otro, desconocido y fabuloso. Los viajeros descubrirán muy pronto que el panorama de la Zona no es mucho menos sombrío, sólo que, cuando el motorriel se detiene y el stalker -guía anuncia que han llegado a destino, el blanco y negro de la imagen vira de pronto al color, el verde y la quietud del lugar inundan el plano, y las ruinas desoladas que recorrerán de ahí en más refulgen en todo su esplendor. Como en la larga secuencia del viaje, las imágenes a la vez sórdidas y sublimes del futuro que Tarkovski compuso en Stalker no difieren demasiado del paisaje real de las ciudades y anticipan sin saberlo el tono posapocalíptico del arte del mañana; el único resto arcádico de la Zona es el silencio y la majestad de las ruinas deshabitadas. No hay más allá de las ciudades, parece decir Tarkovski. El desarrollo de la civilización se ha clausurado en un cerco mental urbano.
Treinta años más tarde, la mitad de la población del mundo vive en las ciudades y la cifra alcanzará los dos tercios al promediar el siglo, con megaciudades de ocho millones de habitantes e hiperciudades de veinte, aunque nadie sabe si semejantes concentraciones humanas son biológica o ecológicamente sustentables. Esa supremacía podría ser motivo de celebración e incluso de orgullo ciudadano. El pensamiento, la cultura y el arte florecieron en las ciudades, y la historia de los grandes cambios sociales y las vanguardias se escribió con reinvenciones de los recorridos urbanos. Basta pensar en los pasajes parisinos que iluminaron a Baudelaire y a Benjamin, los encuentros insólitos de las caminatas surrealistas, o las derivas y los desvíos con que Debord y los situacionistas llamaban a vagar sin rumbo prestando oídos a la ciudad como quien escucha un lenguaje, para recuperar la comunicación interrumpida por la sociedad del espectáculo.
Pero ¿qué, precisamente, deberíamos celebrar hoy en las ciudades? ¿Qué se ha hecho de las grandes ilusiones que movilizaban la marcha esperanzada a las capitales? "Claustrópolis", "ciudad de cuarzo", "ciudad pánico" son las fórmulas que hoy describen la vida urbana y ni siquiera hacen falta las metáforas frente la resonancia trágica de nombres como Ciudad Juárez, Kabul, Ciudad de Dios, Villa 31, Dharavi. Un tercio de la población de las ciudades vive hoy en villas, favelas, colonias populares, pueblos jóvenes, cantegriles o, dicho con uno de los tantos eufemismos de las ciencias sociales, "asentamientos informales". La cifra por sí sola alcanza para aguar los festejos de la hegemonía metropolitana; la nueva fisonomía del globo ("Planeta de villas miseria", lo llamó el sociólogo Mike Davis con elocuencia tajante) aniquila los últimos resabios de fervor whitmaniano. "Urbanización" ha pasado a ser sinónimo de ranchos, casillas, barracas, tinglados, chozas, tugurios, asentados en las orillas de las grandes capitales, un margen del margen alejado de los lazos solidarios de la comunidad rural y también de las bondades políticas y culturales del ágora. El aumento paralelo de la riqueza, entretanto, ha transformado la geografía de las zonas prósperas con patrones cada vez más desembozados de segregación, materializados en espacios fortificados, islas cercadas, barrios y hasta ciudades privadas, rejas y muros con los que la arquitectura del miedo se anticipa a los enfrentamientos o los incita. En las metrópolis de todo el mundo las diferencias sociales desalientan el contacto, más amenaza que estímulo de la vida comunitaria.
No comments:
Post a Comment